A buen seguro será mucho simplificar, pero, de alguna manera, para los primeros en la fila del reactualizado baby boom, el paso de gigante que supuso pasar de esa España en blanco y negro, a juego con las pocas pantallas de TV que había, al color en el sentido más amplio de la palabra vino de la mano de dos Rafaelas. De la Aparicio a la Carrá.
De aquella entrañable cocinera de La Casa de los Martínez, una serie que uno recuerda ver de prestado los 'a mediodías' a través de la ventana de la vecina, a la explosiva italiana que, al final, fue tan nuestra como la siesta, y que nos contagió el bendito virus de su alegría de vivir a través de esa ventana mágica a la que algunas familias empezaban a asomarse.
Para pánico de los cardiólogos quien más quien menos estuvo a punto de que le explotara le expló su corazón y también, todo hay que decirlo, más de un iluso se creyó aquello de que para hacer bien el amor había que venir al Sur y eso, querida Raffaella, ya te digo que no se cumple cien por cien. Doy fe.
Con su fulgurante aparición, hasta los chicos de arrabal supimos que también debíamos tener feronomas sin saber qué era eso y si era o no gratis. Y es que la Carrá estaba muy buena. Eso era así, cuando decirlo de manera tan explícita no te costaba un lapidamiento ya que las únicas redes conocidas se usaban para cazar jilgueros
Con su fulgurante aparición, hasta los chicos de arrabal supimos que también debíamos tener feronomas sin saber qué era eso y si era o no gratis. Y es que la Carrá estaba muy buena. Eso era así cuando decirlo de manera tan explícita no te costaba un lapidamiento ya que las únicas redes conocidas se usaban para cazar jilgueros.
Sus modelazos, con esos pantalones de campana que dejaban a las de Linares de Farina a la altura del betún, sus escorzos, su melena y esas piernas, Señor mío, esas piernas.
Sin duda, las extremidades inferiores que más admirábamos incluidas las de los futbolistas de los cromos de la Liga. Con Raffaella la tentación vivía arriba, abajo, al centro y para dentro.
Dejó de salir tanto en la tele, pero se quedó en un lugar privilegiado de la memoria. En cada entrevista, en cada gesto, en cada ocurrencia, todo ello aderezado con ese inconfundible y cantarín acento, contagiaba felicidad, derrochaba simpatía y, en suma, delataba que su vida, con las correspondientes fatigas, le mereció la pena.
Al fin y al cabo, cuando pasas el cedazo de los años, solo se trata de eso. Descansa en paz, amiga, y agradecido por habernos echado algo de purpurina encima de tanto barro.
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