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Foto del escritorGermán Temprano

Un día cualquiera (2006)

Capítulo 1


Nací mujer, Dios me perdone. Hay vidas que se podrían escribir en un telegrama y aún sobraría espacio. La mía es una de ellas. Una inútil y larga espera. Las persianas se abren igual que las agallas de un pez y entre las rendijas se filtra una claridad gelatinosa que enturbia mi vista. Aquella mañana entró encorvado quién sabe si por el peso de los años o de los remordimientos. Debía ser por abril o mayo; al fin y al cabo, un día cualquiera. Debían haber pasado cincuenta años o más de una existencia cualquiera. Le reconocí nada más verle entrar con el gesto despistado y la sonrisa exiliada. Su voz grave estremeció el silencio. Trajo enroscado en el escueto equipaje un aroma a tierra empapada y un rescoldo de brisa que se coló por la abertura de la puerta y que por un instante inundó de vida la residencia. La tormenta se había llevado la luz y aún no había vuelto. Reparaba en esa involuntaria alegoría y contaba con los dedos de la mano tamborileando sobre mis rodillas las oscuridades que atravesé en plena claridad. Solía, en esas ocasiones, invadirme una lasitud reconfortante. Navegaba por océanos de sensaciones contradictorias.


La angustia derivaba en un cosquilleo que se aferraba a los huesos, se expandía volátil por los músculos y me confería un distanciamiento material del cuerpo. Llegado ese momento arrojaba mi silueta sobre cualquier mueble de la casa vieja; pasaba a su lado y me desentendía como si no fuera conmigo ese despojo confeccionado con los saldos del pasado. Madre me observaba ladeando la cabeza como un perrillo agradecido. Se cuadraba frente a mí, se cosía los brazos a las caderas y me reprendía con una entonación infantil que no mudó el devenir de los calendarios. En tanto la premiaba con un ademán impreciso su desasosiego, bosquejaba sobre la nada los trazos difusos de antiguas caricias; extirpaba del olvido el rancio aroma de la nostalgia; delineaba la orografía de mis descarnados desvelos. Así una tarde entre cientos, así una madrugada entre miles. Saboreando la hiel húmeda del deseo; el afluente de su saliva que fue a desembocar en otro río. La erosión de la barandilla del balcón, la muesca indeleble de mis codos apostados sobre el mirador. Las estaciones que iban y venían como una criada solícita. La lluvia racheada que abofeteaba los cristales de la galería y sedimentaba a su paso un archipiélago de gotas cristalinas. El calor que reblandecía las aceras desiertas. La reverberación de los truenos que se descalabraban contra el horizonte sinuoso de las montañas. Noches de estrellas regadas con aspersor y albores de pincelada rojiza. Recostada en el sillón orejero en los inviernos, me mecía con la punta del pié que desperezaba a cada impulso el crujir de la madera.


"Cualquier altercado bastaba para que se cruzasen insultos entre los que se diluía la jerarquía de cada cual. Nani llevaba toda la vida con nosotros y ya se había despedido de casi todo para temer por su sustento. Madre la llamaba vieja tonta y ella rumiaba para sí unos juramentos. No rezongue Nani que me saca de quicio"

En la lejanía escuchaba los pasos de madre y deletreaba a través de ellos la cadencia de sus labores. La luz del frigorífico le dotaba de una aura virginal. En la cocina ella escudriñaba entre las copiosas repisas, auscultaba al tacto la madurez de la mejor fruta, me calentaba la leche y apartaba la nata que me disgustaba, sacaba la bandeja de debajo de los platos originando a veces una sinfonía de loza desmenuzada. Regañaba con la tata por cualquier tontería. Una discusión por la temperatura del tazón o por el grosor de la mantequilla que empastaba en las rebanadas o por el precio de un determinado producto que consideraba abusivo. Cualquier altercado bastaba para que se cruzasen insultos entre los que se diluía la jerarquía de cada cual. Nani llevaba toda la vida con nosotros y ya se había despedido de casi todo para temer por su sustento. Madre la llamaba vieja tonta y ella rumiaba para sí unos juramentos. No rezongue Nani que me saca de quicio.


"No me caliente Nani, mire que la pongo de patitas en la calle. Sabe que soy muy, pero que muy capaz", amenazaba modelando con los labios un mohín que pretendía concluyente y devenía en estrambótico. Y Nani rezongaba y la sacaba de quicio y la calentaba. Y madre resoplaba y no se atrevía a ejecutar nada de lo que decía, y así mataban las dos el rato, espalda contra espalda, intercambiando murmuraciones y aspavientos o, codo contra codo, forcejeando por un palmo de la mesa mientras escogían los garbanzos o diseccionaban las hebras de las judías verdes. La tata se sentía agredida por esos aires coloniales que se gastaba desde el fallecimiento del señor invadiendo el mapa de formica sobre el que devastaba sus sueños indigentes. Todo para aliviar el tedio más que la desolación debida a una viudedad prematura. Vestida de luto severo, salpicada de encajes minuciosos, con el cabello recogido en un moño exuberante atravesado por un prendedor de nácar.


Atusándose a escondidas, impregnando de perfume caro las estancias, estirando los pliegues de las medias, deteniéndose en la contemplación de las piernas torneadas con talento, todavía hambrientas de una pasión que sepultaba bajo los escalofríos que dimanaban de esos turbios pensamientos, ahogando la excitación en un cenagal de gemidos. Llevándose a cada momento las manos pulidas por los cosméticos a la barbilla como para sopesar el incordio de su pronta soledad. Colocando sobre el aparador la fotografía de padre, en un extremo y en otro, alejándose unos metros para comprobar en qué lado se le rendía mayor devoción. La geografía sepia de su rostro afilado. El bigote discreto techando una boca menuda. El cabello apergaminado, la mirada adusta. El marco de plata salpicado por las huellas de tu esposa que no te olvida. La corona con la cinta ondeando en la mañana ventosa del entierro. El cura, amigo de la familia, que impostaba la voz en el responso y exaltaba virtudes insospechadas del difunto.

"Una mala tarde se desplomó sobre un tapiz confeccionado con desperdicios de patatas. Se fue a morir en primavera. La pobre Nani. De niña, me sentaba sobre sus rodillas y esparcía las mondaduras imaginando formas de animales o cosas que me participaba sin esperar mayor respuesta que mi atención. Mira, ¿ves?, eso es un elefante"

Madre desplazaba el jarrón que, al menor movimiento, desataba un chaparrón de pétalos que acababa por alfombrar ese santuario de recuerdos. Me preguntaba qué me parecía aquí o qué me parecía allá. Y yo me acunaba en el sillón. Bien mamá. Bien. Con la cabeza ladeada, el oído medio distraído y las manos que abarcaban los brazos mullidos cubiertos por los paños de ganchillo que Nani tejía entre el arrullo de la radionovela, el murmurar de sus cosas y el picoteo metálico de las agujas. Las tres juntas nos sentíamos tan solas. Ya lo sentenciaba madre. Las mujeres no sabemos estar solas. Madre husmeaba entre las cacerolas. Ay, neniña, no sé que se la habrá perdido entre los fogones. Ay, neniña, a ver si usted la convence, que esto no es para ella. Nani se lamentaba así de su suerte esquiva. Ay, neniña, qué pena que yo no encontrara un buen mozo. No digo como su padre; algo más para mí. Bueno y honrado, eso sí, como su padre, pero algo más para mí. La mirada extraviada en la alacena como si dentro habitase el antídoto contra su desgracia. La rodea remetida entre el cordel del mandil estampado con lamparones de diámetro y textura diversa. Los calcetines de lana gruesa por encima de los leotardos tupidos que arropaban sus tobillos hinchados por la maldita artrosis. Nani, con esas trazas, no salga a servir al comedor, se lo pido por favor. Parece usted un espantajo. El bullir de la sopa que mitigaba sus suspiros. El pitido de la olla despertándola de sus imposibles empeños.


Una mala tarde se desplomó sobre un tapiz confeccionado con desperdicios de patatas. Se fue a morir en primavera. La pobre Nani. De niña, me sentaba sobre sus rodillas y esparcía las mondaduras imaginando formas de animales o cosas que me participaba sin esperar mayor respuesta que mi atención. Mira, ¿ves?, eso es un elefante. ¿No lo ves? Ésta es la trompa. Y éstas son las orejas. Qué grandes son. ¿Las ves? Y las juntaba y volteaba y las cortaba más menudas hasta que la composición adquiría una remota similitud a aquello que inventaba con los ojos dilatados y la sonrisa bobalicona. Luego se jaleaba sus ocurrencias y me estrujaba contra su pecho inexplorado que en verano olía a sudor y a frutas indefinidas y en invierno a caldo de gallina y a castañas recién asadas. Del tirante del delantal colgaba una aguja enhebrada y un muestrario de imperdibles que se me clavaba en las costillas. Mis quejas se ahogaban bajo unos besos estrepitosos que explosionaban contra las mejillas.

"Después de la Primera Comunión -fue cosa de madre- me hurtó el tuteo en el trato y los juegos en la cocina. Nani, hazme animales con las mondas y Nani ya no me los hacía. Ni galletas en el horno con formas de monigotes a quienes yo concedía el don de la vista con dos hendiduras disformes, ni ratitas con la servilleta que saltaban de la palma de su mano acompañadas de un gritito que disimulaba con torpeza, ni sombras que cobraban vida proyectadas contra los azulejos impolutos"

¡Qué guapa es mi neniña!. Después de la Primera Comunión -fue cosa de madre- me hurtó el tuteo en el trato y los juegos en la cocina. Nani, hazme animales con las mondas y Nani ya no me los hacía. Ni galletas en el horno con formas de monigotes a quienes yo concedía el don de la vista con dos hendiduras disformes, ni ratitas con la servilleta que saltaban de la palma de su mano acompañadas de un gritito que disimulaba con torpeza, ni sombras que cobraban vida proyectadas contra los azulejos impolutos. Encogía los hombros y arrugaba los labios sin hallar razón a ese decreto que acataba por obediencia y agradecimiento. Ya es usted una mujercita. Ya ha recibido el cuerpo de Cristo. A madre le incomodaban esas muestras de afecto que reprimía sin contemplaciones con tono autoritario. Haga usted el favor de ir a lavar la cara a la niña y procure no besarla. Ya sabe que los críos cogen muchas enfermedades. Sí doña Asunción. La tata, entonces temerosa de un futuro que de inmediato supo ultrajado, agachaba la cabeza, pedía mil perdones por su atrevimiento y ensayaba torpes reverencias para apuntalar la sinceridad de su arrepentimiento.


Lo siento señora, no lo haré más, se lo juro por lo más sagrado, señora; pero, en su ausencia o a escondidas, faltaba a su compromiso y lo repetía y a mí me gustaba la calidez de sus manos fruncidas por la lejía y el tiempo. Eran roces tan distintos. No sé de ningún adjetivo que aproxime su significado a mis sensaciones. La mano de él, rotunda, engullía mis dedos adolescentes. Su pulgar acariciaba la cordillera exigua de mis nudillos. La firmeza de su extremidad sobre mi hombro que luego se descolgaba hacia los aledaños de mi pecho y se balanceaba a milímetros del pecado, erizando sin querer mis pezones anhelantes. Mi pómulo ruborizado que se zambullía en el trigal de su antebrazo pretendiendo compensar a través de la fusión de la piel las carencias de vocabulario. Te amo. No sé que haría sin ti. Me haces sentirme tan bien. Una y otra vez. No me dejes nunca. Te amo. Poco más se me ocurría que no fuera recrearme en la infinitud de su mirada que, a menudo, abandonaba en cualquier lugar alborotando mis dudas. ¿Qué te pasa, Marcel? ¿ya no me quieres?


Preguntas que adornaba con una mueca infantil para apuntalar mi congoja. No digas eso. Su brazo envolvía entonces mi cuello y su mentón reposaba sobre la coronilla. Con la mano me apartaba los cabellos insurrectos que se desbordaban sobre la frente. Con su mano que en aquellos días delimitaba el perímetro de mi felicidad, acaso la misma hoy temblorosa con la que trata de firmar el justificante de ingreso en la residencia. Cuesta creer de qué manera los años enlodan con su estiércol las orquídeas. Los años que se pierden como calderilla por un bolsillo roto. Dicen que la edad te da tranquilidad, pero, tras el antifaz de esa mentira, sólo yace la resignación. Yo lo sé, Marcel, y tú también. Lo leo en tus continuos encogimientos de hombros que dan respuesta a las atenciones de los empleados. En tu vista que intuyo en la penumbra abstraída en el naufragio de tus vivencias.

"Sola entre la multitud ruidosa, entre los brazos de un marido desconocido, entre sus resuellos que soportaba impasible con la mirada colgada del techo mientras silueteaba tus facciones con trazo puntilloso, sola entre las disputas de Nani y de mi madre. Sola aquella mañana de un día cualquiera en la que agité la mano desde el balcón ignorando que, al doblar la esquina, te despedía de por vida"

Ya no te conozco y, aun así, estoy segura de que nuestro amor nunca hubiera sido el consuelo entre dos despojos que va dejando el almanaque. Ese amor que canjea el tedio por la compañía, la pasión por la costumbre o el deseo por el sentimiento del deber cumplido. Así y todo acaso no lo sepas aprendí que vale más que la soledad aniquiladora a la que me condenó tu ausencia. Sola entre la multitud ruidosa, entre los brazos de un marido desconocido, entre sus resuellos que soportaba impasible con la mirada colgada del techo mientras silueteaba tus facciones con trazo puntilloso, sola entre las disputas de Nani y de mi madre. Sola aquella mañana de un día cualquiera en la que agité la mano desde el balcón ignorando que, al doblar la esquina, te despedía de por vida. Que ya no pasarías a recogerme esa tarde ni ninguna otra. Que no volveríamos al cine a besarnos con cierta indecencia. Marcel, qué corta se me ha hecho esta película. Qué mal final. Ya no es momento de reproches porque ya no es momento de nada. Esperar la cena, protestar por el desayuno o repetir el arroz con leche en los postres del almuerzo. Tomar a sus horas -ni minuto arriba ni minuto abajo- las medicinas. Píldoras de colores paradójicamente vivos. Chequear la tensión. Cambiar el canal del televisor. Escuchar las penas ajenas por la radio susurradas como si así fuesen menos penas. Asomarse a la ventana y emponzoñarse con las bocanadas de un aire que ya no nos pertenece.


La recepcionista le regala una sonrisa burocrática antes de prensar el documento que vaga por el mostrador movido por sus espasmos como si se resistiese a testimoniar el parte de una guerra siempre perdida. Un joven calibra el peso del equipaje. Coge y reposa la maleta. Has llegado solo, tal como te fuiste. Miras sin interés a tu alrededor. De repente la luz regresa y bajo los destellos del fluorescente apareces, como en la mejor de mis fantasías, y desapareces, como en la peor de mis pesadillas. La lluvia arrecia en el exterior y un viento enajenado comba las ramas de los chopos del jardín. La tormenta se recrudece. Los relámpagos siembran la sala de respingos y temores. La obertura de los truenos retumba contra las paredes forradas de telas exquisitas. Marcel sigue en el vestíbulo. Le observo con frialdad, no a causa del despecho ni tampoco por urdir una venganza absurda. Ya qué importa. Debe ser que la conciencia cristalina del fracaso acaba por anestesiar las emociones. Debe ser la claudicación sin condiciones ante la arrogancia del destino. Debe ser qué sé yo, Marcel. Yo no entiendo ni entendí las causas. Sólo padecí las consecuencias. El asedio de mi madre insinuando mi culpa. El silencio de mi padre desmenuzando mi desdicha desde la atalaya del periódico de la tarde. Alzando la vista por encima de la montura de sus lentes y cabeceando por ser germinador de aquel hazmerreír. Las preguntas insidiosas de las vecinas. Las burlas de quienes se presumían amigas. Los pésames hipócritas. Hace mucho que no sabemos de Marcel. El eco insultante de las risas refrenadas con premeditada torpeza. Las frustraciones propias que se edulcoran lamiendo el veneno de los descalabros ajenos. Yo, Marcel, que pedía tan poco.


"Y luego el vacío que sobrevino como la náusea del borracho. Los llantos mal disimulados bajo el aluvión de la cisterna. Encerrada en el baño. Duplicando en el espejo la caligrafía de mi fatalidad. Leyendo mi rostro desencajado con la impericia de un párvulo. Ahondando los surcos de rímel que dejaban en los pómulos mis dedos desgarrados por la incredulidad de no tenerte. Queriendo no ser yo"

Oír el crepitar de las pieles curtidas al engarzar nuestros dedos de ancianos; detenernos, así maniatados, frente a las excavaciones de una obra cercana y comentar entre nostálgicos y aliviados qué edificio destruyó y cuál todavía llegaríamos a ver; bucear en la profundidad de las lagunas que van minando la memoria, ruborizarnos por un beso ya extemporáneo; cuchichear frases distorsionadas por los desajustes de la dentadura inteligibles únicamente para nosotros en la interpretación de un gesto o en un guiño convenido. Amanecer a tu lado. Quererte sin más. A mi manera. Como lo hacíamos a oscuras en el rellano del portal cuando me acompañabas hasta la casa. Todavía hoy silabeo la melodía de mis jadeos interrumpidos por el chasquido 9 intempestivo del interruptor de la escalera; mi nombre entrecortado entre la voracidad de tus labios. Paula, Paula. Todavía ayer me estremecía la calina de tu aliento que incendiaba mis pecaminosos instintos. Paula. La eternidad prometida que sólo perduró el latido insignificante de un segundero.


Y luego el vacío que sobrevino como la náusea del borracho. Los llantos mal disimulados bajo el aluvión de la cisterna. Encerrada en el baño. Duplicando en el espejo la caligrafía de mi fatalidad. Leyendo mi rostro desencajado con la impericia de un párvulo. Ahondando los surcos de rímel que dejaban en los pómulos mis dedos desgarrados por la incredulidad de no tenerte. Queriendo no ser yo. Deseando difuminarme entre el vaho del agua caliente. Ser otra. Una mujer que nunca se supo enamorada. Despojada de tu fantasma que fue a la vez desesperación y esperanza, una sombra chinesca que silueteaba la isla de mi angustia, un títere burlesco movido por hilos caprichosos. Sentada en el sillón o apoyada en la barandilla. A todas las horas de todos los días. Comprobando desquiciada la posición del teléfono. Profanando sus sueños para colgarlo con rabia. Corriendo a la puerta para abrir decepcionada a cobradores y mozos de los recados a quienes dejaba con el saludo en la boca. Consumida entre las jaquecas de la razón y los bostezos del alma. Ensayando como una actriz nefasta la expresión de perdón sincero con que celebraría tu regreso. Alborotándote el cabello en señal de absolución a una travesura tardía de adolescente. Y ahora, después de tantos años, yo que estaba dispuesta a darte todo ya no tengo nada. Acaso la curiosidad descarada que despierta el recién llegado. Nombre y apellidos. Edad. Familiares cercanos. Teléfono de contacto.


Uno más entre tantos desperdicios bien atendidos y aseados. Las rayas quebradas por el temblor de la mano que se desajustan a las casillas del impreso. La recepcionista que sostiene con desgana su sonrisa para aliviar su impaciencia. Ahora, Marcel, que el dolor de las piernas se sobrepone a los sobresaltos de un corazón remendado. Ahora que la sangre se remansa sólo acierto a abocetar una sonrisa de capitulación confeccionada con mimbres de derrota y conmiseración. Acaso, acierto a rememorar la estrofa del tango, ya sabes, la vida es una herida absurda, que tarareo enajenada mientras te veo subir a tu alcoba y siento contigo el frío del pasamanos y los pies hundidos en la moqueta que abriga la escalera. Una brisa repentina acuna los pliegues de los visillos entre los que serpentea un aliento de sol desprendido a hurtadillas de la tempestad. Con desazón de niña traviesa descorro la tela de encajes excesivos. A mi espalda aletea el zumbido del joven enfermero con sus afables recomendaciones. Aprecio su mano firme que consuela mi brazo endeble. La frescura de su sonrisa que contamina de vida las paredes de esta última habitación.


A lo lejos, camufladas entre inofensivos truenos, retumban las bombas como eructos de dragones. El carraspeo de las ametralladoras interfiere la vocinglera que emerge de las calles empapadas de un sólido olor a plomo. De pronto estalla el miedo disfrazado de un silencio que sólo quiebra la sinfonía de los cascotes bajo los pasos apresurados de las gentes. Un miliciano asoma entre los jirones de la humareda y me sonríe. Lleva a dos niños bajo sus alas polvorientas que le acompañan también risueños como polluelos recién alimentados. Alguien grita y me aprieta contra sus mejillas. Corre y llora. Me tapa los ojos para que no vea el reguero de muertos que se esparce como migas de pan sobre la mesa. Riachuelos de sangre espesa que siguen su curso hasta que una alcantarilla cercana los engulle. Por encima de su hombro observo a un anciano que pasea descalzo entre las ruinas. Está medio desnudo. Habla y gesticula con la vehemencia de un charlatán de feria. Lleva las manos en los bolsillos de un pantalón desflecado atado con una cuerda a su cintura escuálida. De vez en cuando saca una de ellas y traza con el índice espirales imperfectas que acuchillan el aire arenoso. Los pies le sangran, pero no se inmuta. Esquiva los cuerpos abrasados como si fueran excrementos de perro. Eleva la vista a los cielos y grita y se burla de los obuses que caen como un aguacero de horror y que reclama para sí golpeándose contra el pecho. Paula, éstas dos se las toma después de la cena.


¿Me oye?, Paula. ¿Le ocurre algo? Las ciudades mudan la piel con la frecuencia de lagartos presumidos, pero siempre son las mismas. Madejas de calles que amamantan el veneno de la nostalgia. Después de tanto, has regresado como una ballena solitaria para morir a la orilla de esta ciudad sin mar. Antes, hablo de no sé cuánto tiempo atrás, parecía atrapada por la eternidad de un invierno lánguido y lluvioso. Una tarde de radio antigua teñida de sopor. Ahora, sus calles se perfuman de domingo y se alfombran con pétalos de grava que han sepultado las sendas de los tranvías. Quizás haga ya de eso muchos años. Aún así, todavía repostan en la estación herrumbrosa de nuestro pasado. Desde allí, de tu mano, los oigo resoplar a lo lejos como unicornios airados, toser por el esfuerzo de su trote, detener sus pezuñas con un chirrido desafinado, abrir sus puertas de acordeón con un bostezo de gigante, tragar y vomitar pasajeros legañosos, arrancar con la pereza de un lunes escolar rumiando entre sus dientes de fumador juramentos y blasfemias. Sí, le oigo a la perfección, le contesto con el máximo grado de insolencia que se les consiente a los viejos. La cortina se desmaya al perder el sustento de mi dedo. Dentro de una hora, me dice sin mudar su sonrisa resplandeciente y profesional, puedo ir al comedor.

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