CAPÍTULO I
Quizás Goyo Samsa llevó mucho mejor lo suyo, pero yo no acabo de asumir mi metamorfosis de joven estilizado a señor gordo. Y eso que ya llevo suficientes trienios cotizados como para asumir como irreversible este cataclismo. Esto de que atarte los cordones te suponga los sudores consustanciales a una sesión de spinning te invita más a la reflexión que un curso CCC de budismo. Da que pensar y no para bien. Claro que más me sulfuraba, ya instalado en la dinámica de mi declive físico, cuando -teletransportado por mi pésima conciencia- me plantaba con trazas de sonámbulo a la puerta de un gimnasio. No un gimnasio de potro y colchoneta polvorienta de colegio público periférico, no. Me refiero a un new gym center spa y la de Dios es Cristo. Uno de esos que pita el torno si llevas subidos los calcetines blancos de tenis ribeteados con la bandera francesa. En su mocedad, uno los conjuntó con zapatos de polipiel en la convicción de ir la mar de elegante. Qué equivocado estaba en eso y en tantas otras cosas de la vida. Vida por llamarla de alguna manera que no requiera consultar el Google. Entonces todavía contaba con posibles para esos abonos mensuales con derecho a sauna y a esas burbujillas en la bolsa escrotal. Para quien no lo haya probado, además del cosquilleo, permite exhalar flatulencias con sordina sin significarse en ese barullo acuático. Qué tiempos aquellos. Ahora, hasta perder un euro en las ranuras del sofá me obliga a desmontarlo para no desequilibrar el balance mensual. Para compensar, me ato los cordones y me corto las uñas de los pies con mayor frecuencia. O, más exactamente, me las cortaba, pero esa es otra historia que tendrá en su momento la justa relevancia que demanda. Calculo que, por el desafío que me supone, estos esfuerzos convalidaban como un mes de pilates. La parte de cardio la cubro con las veces que mi vejiga me pone el despertador por la noche a orinar con la precisión de un Rolex. En una semana, entre ambas disciplinas, sumaré el equivalente a media maratón, metro arriba, metro abajo. Siempre hay opciones para cuidarse, aunque sea a buenas horas como es el palmario caso. Lo cierto es que lo hago más por tedio que por otra cosa. Ya estoy más para taller de restauración que para motivarme por los caprichos de una báscula que a saber si está bien calibrada.
A lo que iba. Eso de presentarte con la lorza asomando por la botonadura de la camisa como el moflete de un bebé y que el personal guapérrimo que atiende esas recepciones con aroma a bambú preguntara si te ibas a apuntar a mantenimiento lo llevaba fatal ¿Cómo mantenimiento? Para mantenerme igual de seboso me voy a la Casa del Torrezno, me hago una tabla de flexiones de antebrazo hasta ventilar la ración y tan campante. Y yo he sido más de torreznos que de barritas energéticas. Eso sí, nunca he sido de picar entre horas. Es decir, jamás he aguantado sesenta minutos para hacerlo. No es por buscar eximentes ni eludir una responsabilidad que en solo mi recae, pero culpar de todo a los torreznos o a los picoteos sería injusto. Dejar de fumar también tuvo mucho que ver en esta evolución que haría dudar al mismo Darwin de si el origen del hombre —al menos de este que aquí se despoja de máscara y armadura— fue el mono o la foca monje pese a mi proverbial agnosticismo. Igual salvé los pulmones, pero, a fuerza de comerme fuets a bocados como si fueran zanahorias, llevo tres triples y dos dobles en la quiniela del infarto. No sé si hice buen negocio, pero ya ni me preocupa. Eso sí, el placer que me ha dado la panceta jamás lo procuro la nicotina. Ni siquiera aromatizada con hierba de la misma comuna de Ketama. Nada que ver. Bastaría un selfie de esos en contrapicado para ver que las cumbres de estas papadas no se alcanzan con acelgas ni hay curso de fotochof que las disimule. No se gana, así como así, este aspecto de levantador de piedras de Lequeitio, aunque ya solo te levantes de la cama tras varios amagos y de muy mala leche.
Recuerdo -perdón por trastabillarme en las nostalgias- mis paradas con el coche en el mesón El Coto de la localidad albaceteña de Tobarra, camino del litoral mediterráneo. Sobre la vitrina, ya que en su interior no entraba, descansaba una bandeja con unos descomunales y crujientes torreznos. Por su tamaño y forma igual te llenaban la andorga que servían, según el modelo, de soportes para mecedora, tabla de surf o de cuña para calzar la mesa del comedor. Es posible que el pueblo sea de esos que tildan de pintoresco los comentarios de las guías online. Hasta puede que cuente con algún resto del románico tardío, pero, francamente, nunca fue mi prioridad averiguarlo. Siempre he sido hombre de orden y de costumbres. Buenas o malas depende de si preguntas al tabernero o al endocrino. Y yo, excuso aclarar, he tratado infinitamente más con el primer colectivo. De hecho, nunca he visitado a un endocrino. O endocrina, por supuesto. Me bastó con que, en una de mis citas con uno de los urólogos que chequean mi decadencia, me dijera con asombroso aplomo que me hacía falta perder peso. Él, en canal, me superaba en varias arrobas. Apuntalé tras ese suceso mi nihilismo hacia la medicina y me lo tomé a chufla. Hasta me sentí reconfortado por comprobar cómo el ser humano puede compatibilizar el sentido del humor con meterte un dedo en el culo ¿Qué tipo de vocación es esa, Señor mío? Otro de los especialistas concluyó, después de repasar mi analítica durante escasos segundos que mi pánico convirtió en de aquí a la eternidad, que “estaba mejor que él”. Yo andaría por los cuarenta y cinco y él ya disfrutaba de la tarjeta dorada de Renfe. Aun así, salí eufórico. Soy mucho de grasas a tutiplén, pero, como apuntaba, bastante más de mayúscula hipocondría.
Alcanzar esta cúspide de la mediocridad requiere su tiempo y, sin pecar de falsa modestia, unas condiciones innatas que yo atesoro para exportar. Hay quien lleva el ritmo en la sangre y quien, con peor prensa, es de natural cenizo y olvidable
Gordo y miedica ¿Qué es eso de fofisano? Si hay que dar la cara, se da y se apechuga. A buen seguro para el perfil del Tinder no es aconsejable ser tan explícito. Con esas premisas se antoja superfluo añadir ‘o lo que surja’, pero yo no he venido aquí a buscar mi media naranja. Me quedaría con hambre. He venido, como decía, a sincerarme. Y pienso cumplir. Ah, también padezco una severa alopecia, pero no hay prisa. Tampoco quiero darme mucha importancia de manera abrupta. Esto de confesarme a pecho descubierto, así, sin wonderbra ni nada ¾y mira que hay ubres que realzar¾ no ha sido idea mía. Ya que el hilo conductor ha de ser la franqueza bien está dejarlo claro desde ya. Ha sido cosa de mi agente literario que, en este caso, es una agenta tan oronda como para montarnos, con expectativa de éxito, un dúo cómico. O patético, que la línea de separación es a menudo demasiado fina. Maruchi y yo nos conocemos de toda la vida. Crecimos en el mismo barrio. Hasta, jugando a las prendas un día le toqué una dominga, sinónimo entonces de seno, teta o breva. Ese acto, que en aquel tiempo resultaba de lo más lúbrico sin tener ni idea de qué era eso, nos unió de por vida. No hemos sido de llamada diaria, pero sí de cumpleaños salteados, de feliz año nuevo o de algún mensaje de móvil por algún natalicio u óbito de algún conocido. Más esto último en este ocaso existencial. Eso fue cuando ambos nos soltamos en esos endiablados teclados tan incompatibles con unos dedos mucho más idóneos para aporrear la pandereta que para tocar el piano. Y no fuimos en aprender eso, ni en casi nada, de los primeros de la clase. Cuando manoseé su pecho, con la misma sensualidad previa a un ordeño en una aldea pasiega, ni Maruchi ni yo éramos gorderas de manual. Fue la vida quien nos puso en el camino esas piedras calóricas que no tuvimos fuerza de voluntad para esquivar. Tanto ella como yo podíamos entrar por aquel entonces en la categoría de pimpollos. Tampoco de los primeros de la clase en eso —ya he dicho que lo nuestro no era, ni menos lo es ahora, despuntar—, pero sí de aprobado raspado o con un par de ellas para septiembre. Entiendo que el término pimpollo ha caído en desuso, pero me dice Maru Xi ¾con ese toque oriental firma desde que se introdujo en la industria de las letras¾ que recurra mucho a ese vocabulario porque cualquier influencer puede hojear la obra —que la lea entera lo descarta— ponerlo otra vez de moda y redundar en el aumento de ventas. Añado ahora las anteriormente citadas, campante, dominga, chufla y a tutiplén que considero pueden ahormarse al álbum de fósiles lingüísticos. Ella tiene mucha confianza en mí y, sobre todo, mucho tiempo libre desde que se prejubiló. Después de más de treinta años en el mismo trabajo le concedieron el indulto laboral recién alcanzada la barrera de los sesenta. Como de siempre fue culo inquieto, aunque cueste creer que ese tonelaje se pueda mover rápido, y de leer por encima de la media -en el barrio bastaba con un vistazo a la solapa de una novela para pasar por un marginado intelectual- se le ocurrió hacerse intermediaria. En realidad, la bombilla se le ha encendido gracias a mi vocación de literato y a que su condición de pensionista le aburre más que un ascensor sin espejo.
Maruchi había sido, además de lectora ocasional, telefonista de una editorial de libros de texto. Con ese bagaje y su absoluto descaro me adoptó como primer, y, hasta la fecha, único autor. Ni siquiera sabía que yo escribía. Mi pudor y el disperso contacto a través del móvil no daban para tanto, pero en aquella comida a la que nos emplazamos, al calor del morapio, vocablo también susceptible de ser captado para la causa, y de la ingesta de chupitos, surgió este disparate. Ella me animó, me dijo que no me preocupara de nada y yo me dejé. Y aquí me tiene esclavizado frente a la máquina de escribir mientras oigo el bullir del agua para los macarrones. Además de gordo, aprensivo y alopécico también soy parado de larga duración. Por tanto, de cocer pasta casi a diario. Su módico precio y mis escuetos conocimientos culinarios me evitan malgastar tiempo y energías en decidir el menú. Aun así, me he atrevido con la cocina de autor. A falta del registro de patente, presumo de mis ‘macarrones al roscón’ a base de tomate frito y una sola rodaja de chorizo a modo de sorpresa. Para mí no lo es, sería de gilipollas, pero, así y todo, me alegra encontrarla. Hasta hace un par de meses, y no más de un día a la semana, eso sí, me daba un homenaje con un plato precocinado. Finalmente tuve que desistir. No tanto por motivos financieros, que algo había, como por ser incapaz de averiguar el tiempo de permanencia en el microondas que precisan. Manejo una teoría. Las empresas del sector imprimen el número de minutos tan microscópico para fomentar la compra masiva de sus productos hasta que aciertes con el tiempo adecuado. Diré, a modo de elocuente ejemplo, que una especialidad asiática me resultaba especialmente esquiva. Ese seis que, sin ver ni a jurar, yo interpretaba como minutos debía corresponder al número de galardones cosechados por el plato en una feria taiwanesa. Bastaba ver cómo introducía una bandeja fría y salía una humareda propia de una hoguera de San Juan. Pero, como advertía, mejor dosificar la exposición de mis habilidades y atractivos para evitar precipitadas envidias tan propias de este país. Esta convergencia de factores es, precisamente, el potencial a explotar que ve Maru Xi en mí. Está convencida de que la desgracia ajena, a poco que te la tomes a risa, vende. “Se lleva, Arturito, te lo digo yo”. Según su particular teoría, por un lado, alivia la problemática de los demás -su nuevo rol le ha dotado de un lenguaje almibarado- y, por otro, una imagen deplorable -y la mía lo es sin duda- puede hacerte carne viral en las redes sociales a poco que te empeñes. Y quién sabe, sueña en voz alta en las sobremesas compartidas, si hasta se corona como serie de TV en alguna cadena de tronío. Eso sería, de largo, lo más fetén, vocablo zarzuelero que jamás he usado, pero que introduzco, junto a “tronío”, según sus directrices, como anzuelo para hipsters e influencers. Creo que se escribe así. De toda la estrategia de marketing se va a encargar ella con una asesora que me va a buscar y que he olvidado. Lo doy por supuesto. Yo la mitad de las cosas que me comenta ni las entiendo ni ganas tengo. No hace ni dos días que andaba a vueltas con un soneto amoroso y, sin comerlo ni beberlo -que de ambas cosas ya ando sobrado-, me ha abierto una cuenta en Twitter, otra en Instagram y un perfil en el Facebook. Ya le he advertido que tengo muy poco que contar, pero insiste en que una existencia anodina, a poco que se trabaje, también tiene su aquel. Por supuesto, ni he rechistado ante su hipótesis. A mi condición de gordo, cagón, alopécico y parado duracell sumo también una pusilanimidad a prueba de discusiones.
Creo, como adelantaba, que esto es un absoluto disparate, pero tampoco se lo comento. Primero por no discutir y, segundo, por no robarle la ilusión de convertirse en mi Paquita Salas. Ya destaco yo la referencia por si al final, que nunca se sabe, esto es un éxito de ventas y viene el cultureta de turno a esculpir la reseña y echarse el pisto. De paso añado esta última locución sepia para la colección. Además, a los dos nos sobra el tiempo y tenemos poco o nada que perder. Bueno, esta vez miento pese a mis propósitos. Yo sí que tengo algo que perder. La prestación por desempleo expira dentro de un par de meses. Esa expectativa ayuda una enormidad a no poner ni un reparo -nunca mejor dicho lo de re-paro- y a hacer de la desesperación virtud. Mientras tanto, por si mi lanzamiento a las altas cumbres literarias acaba en rotundo fiasco, como es más que previsible, ornamento el currículum como si fuera un árbol de Navidad. La ventaja es que cuando lo envías pasados con holgura los cincuenta años echas el boleto de la Primitiva con mucha más esperanza. Es más fácil que te toque el bote acumulado a que te llamen de alguna empresa. Lo digo, repito, por rascar algo positivo. Un día me enviaron un mail para certificarme que el ofertante había visto mis dos folios curriculares. Por supuesto, me descartaba para el puesto y, a buen seguro, hasta para que le lavara el coche, pero casi lloro más que Bustamante picando cebolla. Me pierden las emociones. En ausencia de facilidad para los idiomas ─incluido el autóctono en su rama oral─ acabo de añadir que me he instalado el Google Translate. No es mucho, pero ocupa una línea y me viene bien para saber qué es un Content Writer o un Global Content Specialist o un Digital Communication Internship o para descubrir que acaso haya nacido para ser un Consumer Engagement Coordinator del copón de la baraja (una antigüedad más, esto es un no parar) y no tenga ni idea por este maldito déficit idiomático. Cada vez que leo una oferta de trabajo que solicita una persona creativa, pienso que la prueba más fiable sería que se las ingeniara para sobrevivir con la mierda de sueldo que te van a pagar. Tengo apuntados en una pequeña libreta más oficios raros por si me da por mentir con otras aptitudes. Total, tampoco se lo leen y encima, además de la edad, piden adjuntar foto. Y la mía es para verla, para qué engañarnos. Fui un joven estilizado, pero omití si era o no resultón. A veces me pongo en la piel de cualquier responsable de Recursos Humanos y me hago cargo a la perfección. Yo tampoco me contrataría ni gratis.
Como decía, no siempre fui así. Alcanzar esta cúspide de la mediocridad requiere su tiempo y, sin pecar de falsa modestia, unas condiciones innatas que yo atesoro para exportar. Hay quien lleva el ritmo en la sangre y quien, con peor prensa, es de natural cenizo y olvidable. Obviamente, el implacable paso de los días no es cosa mía, pero la tenacidad para verme sumergido en la insignificancia, sí. Valga como referencia que me recuerdo como persona generosa y ahora, por no dar, no doy ni pena. Ya en el colegio, sin ser todavía ni gordo ni calvo ni parado, aunque sí cagón y pusilánime, prometía. Fui un gafotas de manual. He reservado este otro aditamento personal por ajustarse más y mejor en sus consecuencias a esta etapa de mi vida. Ser un gafotas de escuela nacional franquista, cuando las lupas no conocían de material flexible ni de vivos colores o estampados para la montura, no era asunto menor. Entonces, las únicas graduaciones que existían eran las de la vista y se hacían sin banda ni birrete ni alharaca alguna. Como contexto orientativo, la teoría psicoeducativa más en boga consistía en dar un par de capones a los alumnos hiperactivos. Excuso decir que, entonces, no atendían a esa florida nomenclatura. Eras un niño guindilla, cabrón o, en atención a la magnitud de la picia, un hijo de la gran puta, por acortar un listado de sinónimos que hubiera arrasado en el mítico 1, 2, 3... Qué decir del castigo que le aguardaba a un escolar chivato entre sus iguales. Sin tener almorranas en esa época -solo por edad porque luego también fui propenso por no privarme de nada- ya supe, sin despojarme del babi, lo que significaba sufrir en silencio. Venía de familia humilde, y al igual que me pasaba con la pena, por no tener ni siquiera tuve un trauma. Eso sí, las pasé canutas con las burlas y las humillaciones de ellos. Y más aún con las risitas y la indiferencia de ellas que me ha acompañado hasta hoy con la misma fidelidad y más dolor que las hemorroides. Nada comparado, visto con perspectiva, con lo que la vida me depararía después de dejar el colegio pese a mi condición de pringado y gafotas. Cuando suspiras por retornar a los recreos de hurto diario de la trenza o el bony, de collejas, de lapos en el banco del pupitre o de forros de libros salpicados con mocos ajenos, malo, pero malo. Y yo daría lo que fuera por salir de nuevo al encerado y verme fusilado con la metralla de tizas y pelotas de papel con palominos adheridos que me tiraban desde los pupitres. Qué feliz era entonces. Qué feliz. Me quejaba de vicio. Ya lo decía mi padre.
Mi padre bebía mucho sin saber lo bueno que era hidratarse. De hecho, agua bebía poca. La que marcaba la legislación biológica vigente. Su dicho ‘el agua para los peces’, que consideraba hilarante pese a su obviedad, resultaba de un tedio extremo por repetitivo. Nada extraordinario en un ser humano de su naturaleza. Sus recursos verbales estaban a la altura de los recursos económicos de la familia. Entre escasos y nulos. Cuando sacaba la lengua a pasear saltaba la alerta roja de su cogorza. Ni un traductor de la ONU hubiera superado la prueba. Tampoco es que se perdiera un aforismo para la posteridad. Madre, a fuerza de episodios etílicos, había hecho el oído a su vocabulario trabucado. Si ya le hacía poco caso cuando pronunciaba con claridad -daba por hecho que no se perdía nada interesante- menos cuando reburdiaba antes de humillar en el sofá y abrir la espita de unos ronquidos altamente competitivos en la escala Richter.
Vaya como atenuante que un nombre de pila como el que le cayó en desgracia, y del que yo me libré por la firme oposición de mi madre, justificaba cualquier atajo hacia la autodestrucción. Inclusive (creo que Maru Xi me está contagiando su cursilería lingüística) un parricidio contra los responsables de esa carga si se era persona de fuerte carácter. Al menos, desde que levantó un palmo del suelo, se quedó con un diminutivo más musical y llevadero. Así pues, Tranquilino pasó a ser el Tranqui a lo largo de su vulgar y corta vida. Pese a ello, fuera de las fronteras del arrabal, con esa cruz onomástica estaba condenado al fracaso. Nadie con un dedo de frente se imagina a un abogado en su alegato delante de un jurado o a un empresario sobornando a un concejal en un puticlub con ese apócope tan pueblerino o periférico. Su mayor hazaña -un poner- hubiera sido comandar en la barriada a la banda del Tranqui y que Los Chichos le dedicaran una canción que sonara en los coches de choque. Ni para eso tuvo talento ni arrestos. De ese modo, ni se molestó en opositar a quinqui ni en frecuentar la escuela. Tampoco su familia puso especial empeño en motivarle en un sentido u otro. No por el nombre, que sumaba con orgullo una rama más de Tranquilinos al árbol genealógico, sino porque, antes de tramitar la fe de bautismo, ya le habían calado como a un melón de Villaconejos. Fue un pálpito que cuajó con el discurrir de los cumpleaños.
El retoño tenía las luces bajo mínimos y una pachorra que hacía honor a su nombre. Siendo chaval empezó como aprendiz de albañil y acabó en una cuadrilla de alondras a la que no le faltaba tajo. Es posible que alondra, en su acepción de obrero de la construcción, sea del agrado de Maruchi. Ya no se estila mucho. Creo que pasaría por eso que llaman vintage y, por tanto, es susceptible de engrosar la lista. Padre tenía trabajo casi todo el año. Otra cosa es que buena parte del jornal que se sacaba echando horas sobre el andamio, o en chapuzas domésticas cuando la cosa de la construcción flojeaba, se lo dejara en las tabernas con más facilidad que si fuera un paraguas. El día de cobro, madre se iba a esperarle a pie de obra entre ladrillos mellados, esqueletos de vigas, perros escuálidos y sacos de cemento destripados. No le importaba que el capataz le mirara con gesto avinagrado ni que el resto de alondras tuviera a su marido en consideración como un calzonazos de categoría. No cuando estaba en juego el futuro de sus hijos. Alguna vez hasta nos llevaba con ella para apuntalar el cerco familiar a sus golferías. Madre no siempre acertaba con el día de pago en la obra. Cuando fallaba, el fin de mes empezaba sobre el día cuatro o el día cinco si caía en febrero. La soldada llegaba a casa tiritando, aunque fuese en pleno verano. En aquel tiempo el riesgo era alto y la debilidad del Tranqui mayor todavía. El sueldo se entregaba en billetes metidos en un sobre. Nada de transferencias bancarias o cheques al portador. Un hábito que se recuperó décadas después gracias a partidos políticos afectos a estas entrañables tradiciones. Para mi padre meterse un sobre con parné en el bolsillo equivalía a ponerle en el orificio anal una bomba lapa. Al menor traspiés estallaría. Y de camino a casa, en forma de tabernas, los traspiés se contaban por decenas y su afición al alpiste se medía por quintales métricos.
Cuando la Honorina acompasó sus golpes en la puerta, contundentes y muy seguidos, a unos gritos desaforados, mi hermana y yo éramos demasiado pequeños para asimilar qué era aquello de morirse. Tampoco es que madre rompiera en llanto cuando, no sin dificultad por los jadeos de la mensajera, se enteró de que su esposo se había caído del andamio. Según el avance informativo yacía inerte ensartado en la viga de una futura urbanización de la sierra. Su entereza ante el deceso, que contrastaba con el desgarro peliculero de la Honorina, cotilla como ella sola, le costaría en los días venideros ser pasto de los chismorreos del vecindario. Cuando palmaba alguien tan allegado en la flor de la vida ¾que se decía por decir en el caso de mi padre, que de vida poca y de flor nada¾ se terciaba el alarido, el desgarrarse en carne viva y el rogar al Señor que te llevara con el finado. Mi madre, en eso, se descarrió al instante sin sopesar el qué dirán.
Debía ser tal su hartazgo matrimonial que apenas le guardó riguroso luto una semana, decisión que intensificó las habladurías hasta extremos insoportables que mi hermana y yo padecíamos cada cual en su colegio. Ya se sabe que los niños dicen lo que oyen en casa. No es que pasara del negro riguroso a la blusa estampada y al canalillo, pero el alivio lo pasó en un par de días con una rebeca gris. A partir de ese día, volvió a la normalidad que, bien es cierto, tampoco se distinguía en exceso del periodo de luto y alivio. Nunca se lo pregunté, pero creo que hasta se sintió liberada con el óbito. No sería justo ni correcto tildar de alegría su sensación. Sin embargo, eso de que, a partir de entonces, la pensión de viudedad, aun modesta, le llegara fija en fecha e íntegra en cuantía suponía un balón de oxígeno para la economía familiar. Es posible que quienes jamás hayan pasado fatigas tachen de abominable esta actitud. Que la consideren fría y hasta desalmada, pero cuando te consume a diario la incertidumbre de qué será de ti y los tuyos el día de mañana, se ve con otros ojos. Hay cosas que solo comprendes cuando te pasan. Lo jodido que es ser pobre es una de ellas.
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